De Sarita Goldmacher
Cuando yo tenía doce años y mi hermano cinco nos fuimos de vacaciones con mis padres a la casa de unos parientes en Olavarría. La pasamos muy bien, pero como todo termina llego el día el regreso, así que subimos al tren cargados de cosas ricas, entre ellas la más importante: una lata grande de miel. Mi papá cuidaba la miel como si fuera oro en polvo y cada vez que visitábamos Olavarría se llevaba una gran lata que cuidaba celosamente. Comenzamos el viaje. A las tres horas de estar viajando alguien grita que se está incendiando el vagón. Todos nos asustamos mucho. La gente gritaba y empujaba para poder bajarse por cualquier lugar, las puertas, las ventanillas, el que fuera. Por suerte mi papá fue uno de los que pudo bajar, así que nos preparamos para que nos ayudara a salir a nosotros, pero sin darse cuenta, lo primero que agarró a través de la ventanilla fue… ¡el tarro de miel! Mi mamá gritaba y gesticulaba y bramaba de tal forma que se rajaron los vidrios. Le hacía tales señas a mi papá que daba miedo. ¡¡Simje, Simje!! ¡¡Primero los chicos!!
Ya en casa, sanos y salvos, mirábamos absortos la lata de miel que tenía una etiqueta que decía “Miel pura de Olavarría”, tenía una tapa encastrada para que la miel no se derramara. La mirábamos como un trofeo que se gana en un campeonato. Y ahí estaba mi papá celoso de esa lata. ¿¿¡¡Tanto lío por la miel!!?? Está bien que te cura la tos, te deja el cutis como una de 15, podés hacer con ella un rico leicaj con nueces para Rosh Hashaná, pero no es para tanto.
¿Sólo habría miel en esa lata?